La realidad es que Shunka no estaba soñando, sus padres se
habían ido de caza y habían dejado a su hermano a cargo de los cachorros, pero éste
era muy joven y no tenía experiencia suficiente para realizar esa tarea. Se distrajo
jugueteando con una ardilla que correteaba por un tronco caído cuando una
extraña criatura había llegado al campamento de los lobos, atrapando a Shunka y
a uno de sus hermanos. Los otros cachorros se ocultaron al fondo de la guarida
y no fueron alcanzados.
Shunka y su hermano fueron empujados y golpeados mientras
eran cargados en sacos a hombros de esas extrañas criaturas. Pasado un tiempo,
Shunka logró asomarse por encima del del hombro de la criatura de dos piernas
que la transportaba y vio algo que no conocía y que le pareció asombroso. En una
pradera había un grupo de refugios, altos como los árboles, formando un círculo
con entradas situadas al este, hacia el sol naciente.
Muchas criaturas de dos piernas salieron corriendo a saludar
a las abuelas que regresaban al campamento. Todo lo que allí sucedía era nuevo
para Shunka, sonidos y olores desconocidos ya que solo había conocido el olor a
tierra de su guarida, el aroma lechoso y dulce de su madre y, cuando ya le
habían brotado los dientes, el olor a la carne agria que su padre regurgitaba
como desayuno para sus hijos todas las mañanas.
Por culpa de ese olor las abuelas habían encontrado su
guarida. De repente, Shunka notó como era bruscamente depositada en el suelo. A
su lado gemía su hermano asustado y confundido. «No te preocupes» le susurró,
«nos tenemos el uno al otro y yo estaré contigo, Di Huká, no tengo miedo».
Pero les separaron y Shunka fue a vivir con la abuela Unchí,
que le habló suavemente: «toma», dijo la abuela cogiendo del fuego unos trozos
de carne que olían muy bien y se los dio a la loba.
Cuando Shunka tuvo su propia familia, ella llegó a ser una
especia de hunka para los dos piernas, porque se convirtió en un pariente por
elección, y todos sus hijos y nietos también lo fueron. Héchetu yeló. Eso es
cierto.
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